miércoles, 29 de diciembre de 2010

Estoy acariciando la sangre que gotea hacia tu espalda. No consigo distinguir si es la tuya o la mía, así que llevo un dedo a tu boca. Rozo suavemente el labio inferior, dejando marcas carmesí en tu barbilla, hasta que sales de tu repentino letargo y recoges una gota con la lengua. "Está amarga", murmuras.
Es tuya, cómo no suponerlo. Me quedo observando, durante unos instantes, remolinos escarlata que juegan a retorcerse con cada una de tus inspiraciones. Y trato de encontrar el daño, la herida. Lenta y pasionalmente, apartando la impaciencia, registro con mis yemas cada parte de tu cuerpo, sin recibir de ti reacción alguna: ni un mísero escalofrío. Me desespero, no encuentro nada; acabo creyendo que es una hemorragia interna, difícil de detectar e imposible de curar desde lo superficial. 
Tras unas cuantas preguntas sin respuesta sobre cómo te sientes, desisto en el propósito de ayudarte. 
Me alejo de ti los centímetros que el estrecho colchón me permite: es más bien una separación simbólica que física; suficiente como para que te des cuenta, segundos después, de que estoy enfadada. Enfadada por tu dolor. Enfadada por no ser capaz de arrancar esa mirada triste de tus párpados. Enfadada porque sé que en el fondo no quieres estar aquí. Enfadada porque no eres capaz de decírmelo.

Somos tantas cosas, hay tantas historias entrelazadas, desarrolladas, semiolvidadas y complicadas en cada una de nuestras neuronas, que al intentar desenredarlas, tengo ganas de vomitar. Me agobio con tanta facilidad como tú haces oídos sordos, en tu aura indiferente, a media humanidad. Qué sencillo es para ti desentenderte de todo hundiéndote en negatividad. Qué diferentes somos, pienso. No sé qué demonios hago aquí. Me levanto de la cama dispuesta a irme, pero reaccionas y me coges la muñeca con fuerza.

"No. No te vayas. No te vas a rendir, lo sabemos.  Somos tan distintos..." Y pasando una mano por mi cintura, me obligas a permanecer entre tus brazos. 
Has dejado de sangrar, 
pero sólo temporalmente.
Y a mí con eso no me basta.





Texto y foto: Clytie.

jueves, 9 de diciembre de 2010

aquel beso que no di.

El deseo apareció en ese instante
en que todo se queda en silencio,
la algarabía se hizo plenitud en el vacío
y el tímpano se cubrió de placer ennegrecido.
Alcé mis distraídos ojos, por una vez
y me encontré en el camino con los tuyos.
Una leve sonrisa dibujada en el aire
destruida por la voz que rompió la seda:
ese timbre, maldito crepúsculo de atracción ingrata.
Acabó con el instante/hizo oscilar la decisión
y naufragó mi enclaustrada esencia en
un ocaso balsámico,
calmante de avidez que corrió por mis labios:
omisión, pausa y apatía.
Es la disposición prorrogada
de lo que nunca debió ocurrir.



Clytie.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

tonalidades naranjas y amarillo se reflejan en ruinas,
desoladas por el frío,
reinventadas, y vueltas a destrozar
por mendigos caducos que desaparecen con las primeras luces del día.
mis tacones esquivan los despojos inútiles que encuentro en tu camino.
me acoges como si el tiempo no hubiera pasado.
bien sabemos, los dos, que hay cosas que nunca cambian.
bien sé yo que hay cosas que nunca vuelven.


no me atrevo a tocarte cuando me devuelves su historia
no me atrevo a contestarte cuando me cuentas la nuestra
cierro los ojos y desando lo recorrido entre los escombros
repudiando una estatua agrietada delante de mí,
un sueño que nadie tuvo,
una pasión que ni siquiera comenzó,
las palabras huecas que me dedicaste,
el esfuerzo perdido entre estos brazos.
es tu sangre la que tengo ahora en mis manos
es la mía la que tú tuviste
me aparto con cuidado, no quiero que se filtre entre las fisuras escondidas en mi discurso.


me miras como si yo fuera tu salvación, el ángel que puede restaurar tus malditas profundidades
te miro como si tú fueras mi condena, 
pasado que al rozar se convierte en maldición futura.
das un paso adelante
y yo retrocedo otros tantos.


Bien sabemos, los dos, que hay cosas que nunca cambian.
Bien sé yo que hay cosas que nunca vuelven.