domingo, 12 de septiembre de 2010

Ella decía que era como observarlo a través de una pared de cristal. Apoyaba las pestañas contra el gélido material reprimiendo un escalofrío y seguía con la mirada los trazos de tinta que él inventaba, fascinada. Él, por su parte, elaboraba, organizaba y adornaba sus pensamientos con la habilidad del adúltero, y se los pasaba en uno de esos cajones metálicos que usualmente sólo sirven para intercambiar malas noticias, cheques de banco, o entradas de cine. Ella, que aguardaba desde hacía mucho tiempo cada uno de ellos, los devoraba con la vana esperanza de que en una línea, siquiera, la mencionase. El resto del tiempo, a no ser que él necesitara ayuda anímica para superar alguno de sus caprichosos obstáculos, no interactuaba de forma directa con la persona que lo idolatraba desde el otro lado del espejo. 
Hubo no pocos momentos en los que ella se desgarró las cuerdas vocales pronunciando su nombre. Golpeaba la barrera que los separaba hasta que la piel se agrietaba y la sangre se le coagulaba en los nudillos, el sudor se deslizaba por su yugular y el aliento quedaba estancado en algún recuerdo. Esto no parecía despertar en él el interés suficiente. Ni se molestaba en hacer amago de levantar la cabeza ante tales demostraciones de rabia, amor, decepción, amargura, lucha, pasión. Cada noche, sin embargo, él acudía a ella para extirparse la culpa hacinada en sus meninges, introduciendo delicadamente una mano por el pequeño hueco rectangular que los comunicaba, y enlazándola con una de las suyas, para poder conciliar el sueño con la paz que ella, y su atención, le inspiraban.
El espíritu de la mujer se fue debilitando, pero su orgullo crecía silente, agazapado entre su dañado corazón y su pulmón izquierdo, esperando la oportunidad perfecta para salvar lo que quedaba del cuerpo propio, destrozado y confuso, por el que ella ya no sentía el más mínimo aprecio. Ese orgullo, cierto día, circuló por sus arterias e inundó todas sus vísceras, despertó su mente y aclaró sus córneas, le dibujó una preciosa sonrisa y le dotó de libertad suficiente para levantarse, desbloquear el pestillo y abrir la puerta que siempre había tenido delante, sin detenerse a mirar ni por un instante, por última vez, al que había sido su compañero de vida.
Él oyó un ligero ruido y se quedó sentado en el suelo, sin efectuar movimiento alguno. No se atrevía a comprobar qué había pasado. Cuando por fin se hizo con el valor necesario, supo que lo que temía había ocurrido. No estaba, ella no estaba, no estaba… La humedad de sus ojos se condensó en una sola lágrima, que acarició su mejilla y se columpió en su mandíbula, hasta caer al vacío. Sintió el vértigo a la mutación, y cuando las arcadas se le hicieron insoportables, vomitó el magnífico menú que ella le había preparado sobre la aséptica moqueta de la habitación. Todo le daba vueltas, todo era confusión, todo era recuerdo. Proyectos futuros amputados. Arrepentimiento. Un malestar que se extendía y quemaba centímetro a centímetro, que invadía su malsano equilibrio y acababa con toda muestra de frialdad o razón existentes. Antiguas amantes, fieles compañeras de frases sin sentido y debates insulsos, sublime vanidad malinterpretada y desperdiciada por un alma fracturada. Una por una, sus máscaras se fueron derrumbando, causándole cada arrancamiento un dolor indecible, y a la vez una inesperada liberación.
Abrió el comunicador. Había un pequeño papel arrugado, de tono grisáceo, en una de sus esquinas. Sus miembros temblorosos casi no acertaban a responder las órdenes que él les proporcionaba, pero acabó por desdoblarlo con esfuerzo y leer la única frase que alguien había escrito 
- Eres un cobarde.

2 comentarios:

  1. Cristina, te lo vuelvo a decir, eres increible, me encanta de una forma preciosa leerte, quiero oirte alguna vez algo de eso...

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